A principios de noviembre, Ángeles, nuestro hijo de 2 años, la peque de 1 y yo decidimos que era buena idea ir al Parque Natural de la Albufera a desconectar. Naturaleza, aire puro, un paseo en barca… Parecía perfecto. Parecía.
Salimos de Denia con el optimismo de quien todavía no ha lidiado con un berrinche matutino. En una hora llegamos a El Palmar, un pueblito que huele a arroz y tranquilidad.
Ángeles ya estaba en modo “madre halcón”: revisando cada esquina, cada paso, cada piedra en el camino como si nuestros hijos estuvieran a punto de lanzarse a una aventura mortal. “¿Seguro que la barca es estable? ¿Y los chalecos? ¿Y si se caen?” El patrón del barco nos miró con la paciencia de quien ya ha visto este show antes.
“Señora, si no se mueve mucho, no hay problema”.
Ángeles frunció el ceño. Yo, en mi infinita sabiduría, dije algo como: “Bueno, si se caen, aprendemos a nadar”.
Mala idea.
Me comí una mirada fulminante y un sermón sobre la seguridad infantil que duró todo el embarque. Justo cuando Ángeles estaba a punto de decidir que mejor no íbamos, Manu gritó: “¡PATO!” y todos nos giramos como si acabáramos de ver un ovni. Un pato, efectivamente. Ángeles respiró, Manu aplaudió y, en un momento de tregua, subimos a la barca.
El paseo fue… tranquilo.
Ángeles con los brazos en modo barrera anti-caídas, los niños fascinados con los flamencos y yo, confiado en mi equilibrio, intentando hacerme el interesante al borde del barco.
“Mira, Manu, si te inclinas así, puedes ver mejor los peces”.
Spoiler: me incliné demasiado.
Resultado: un movimiento torpe, un pie resbalando y un padre medio sumergido en la Albufera ante la risa del patrón y la mirada de Ángeles que decía “te lo dije” sin necesidad de palabras.
Tras el paseo (y tras secarme como pude), nos dirigimos al Centre d’Informació Racó de l’Olla, donde Manu descubrió que ver pájaros desde una torre es lo más emocionante del mundo. La peque intentó escalar la barandilla y Ángeles casi tiene un mini infarto.
“¡BAJA DE AHÍ!”.
Ocho segundos de caos. Finalmente, todos vivos. Un éxito.
Para cerrar el día, paella en el Restaurante Mateu.
Nada más sentarnos, Ángeles inspeccionó las tronas como si estuviera evaluando la seguridad de un puente colgante. Yo, mientras tanto, me lancé al arroz como si llevara años sin comer. Fue glorioso.
Al final, los niños agotados, nosotros satisfechos y Ángeles todavía lanzándome miradas de “menos mal que no te ahogaste”.
La Albufera nos regaló un día inolvidable.
No por la paz del entorno, sino porque cada pequeño desastre nos recordó lo divertido que es salir de la rutina.
Volvimos a casa con niños dormidos en el coche y una historia más para contar. Que, siendo sinceros, es lo único que importa.