Este fin de semana, Ángeles, nuestros hijos de 1 y 2 años, y yo decidimos lanzarnos a una de esas rutas que todo el mundo te vende como “imperdible”: los Puentes Colgantes de Chulilla.
Habíamos visto mil fotos. Ya sabes, el típico paisaje que parece sacado de un anuncio de agua mineral. Pero, claro, la realidad nunca es tan Pinterest.
Y encima era nuestra primera aventura así, rollo “familia senderista”. Lo cual, con dos peques, es más campo de batalla que postal. Además, dato clave: Ángeles es sobreprotectora nivel “échale otra capa de crema solar por si acaso”.
Así que, ya nos ves, mochilas hasta arriba de agua, fruta, gorras, más crema, más agua… Parecía que íbamos a cruzar el Sáhara, no a dar un paseo.
Chulilla nos recibe
¿Primera impresión del pueblo? Una monada. Casitas blancas, callejuelas estrechas y un castillo árabe ahí arriba, como si vigilara que nadie se lleve un souvenir sin pagar. Pero nosotros no íbamos de turistas de terraza. Íbamos al Parque Natural de Los Calderones, donde arranca la Ruta de los Pantaneros.
Aparcamos por el Ecoparque, seguimos las señales y, venga, empieza la fiesta. Primer tramo fácil, calentando motores.
Los niños flipaban. Flores, lagartijas, piedritas… El paraíso infantil, vamos. Hasta que llegan las escaleras empinadas y el plan zen se convierte en una especie de “no te caigas, no te mates, no sueltes a la niña”. Ángeles ya estaba en modo halcón.

El primer puente y el pánico generalizado
Y ahí estaba: el primer puente colgante.
Quince metros sobre el río Turia. Rocas altísimas. Silencio solo roto por el “cloc, cloc” de las tablas bajo tus pies.
Bonito, sí. Pero también el momento en que todo se desmorona.
“¿Y si nos caemos?”
“¿Estará fría el agua?”
“¿Hay pirañas aquí en Valencia?”
La última fue mía, claro. Intentando relajar el ambiente. Nadie se rió, por cierto. Excepto yo.
La mayor se plantó. Que no cruzaba. Que ese puente era de película de Indiana Jones y ella no era ningún explorador. Al final, Ángeles tomó a la pequeña y, con la voz de “mamá no negocia”, cruzaron. Yo me quedé atrás sacando fotos y haciendo bromas sobre una inundación inminente.
Nadie rió. Otra vez. Qué público más duro.
Más escaleras, menos épica
El segundo puente, menos imponente pero igual de bonito. Y al bajar, picnic junto al río.
Momento idílico… durante exactamente 38 segundos. Porque luego vino la supervisión intensiva: “No te metas la piedra en la boca, no le tires la piedra a tu hermana, no te metas tú en el río”.
Romántico, ¿no?
Y ahí estaba yo, supuestamente respirando la paz de la naturaleza mientras hacía de árbitro. Un spa mental, vaya.
Cambio de chip (¿o no?)
Hace nada, los fines de semana eran sofá, dibujos animados y mil intentos fallidos de poner orden en casa.
Ahora, al menos, tenemos videollamadas con los yayos mostrando vistas en vez de la cocina desordenada. Fotos de portada nuevas. Y las niñas han descubierto que tirar piedras al agua es más divertido que la tele. Progreso.
¿Recomendaría la ruta? Sí, claro. Es chula, no es para carritos de bebé, pero con un poco de paciencia y toneladas de snacks, se lleva bien.
Si puedes, ve entre semana, que los fines de semana parece una procesión. Y si quieres comer en Chulilla, reserva. Lo digo por experiencia.
Volvimos a casa, muertos pero contentos. Las niñas hablando sin parar, nosotros con las piernas hechas papilla y el coche lleno de migas.
Aventura familiar lograda. ¿Repetiremos? Seguro.
Pero la próxima vez, menos agua y más paciencia. Que la naturaleza será muy bonita, pero no cuida niños.