Para mucha gente, la Semana Santa es ese pequeño respiro.
Una pausa entre el frío del invierno y la locura del verano. Un puente para escaparse, ver familia, desconectar.
Pero para nosotros, padres freelance o autónomos o lo-que-sea, la Semana Santa es…
Bueno, solo otra semana.
Una semana de locura la verdad. Más tráfico, menos aparcamiento y supermercados que parecen zonas de guerra.
Vivimos cerca de la costa, en la Comunidad Valenciana, y cuando llegan estas fechas, el pueblo se llena. No se puede caminar con el carro por las aceras. Hay que esquivar turistas. Y para comprar pan hay que hacer cola como si regalaran oro.
Teníamos planes.
Buenos planes.
De los que se anotan en la nevera: subir a un castillo en el interior, pasar por el río Algar, enseñar a los niños una cascada por primera vez.
Respirar.
Desestresar.
Conectar.
Pero no pasó así.
Un nuevo proyecto me cayó del cielo (bueno, del correo). Bien pagado, pero con fecha límite a final de mes. Si no lo terminaba en esa semana, me arriesgaba a perder el cobro o al menos complicarlo.
Y Ángeles, mi mujer… pues lo mismo.
El sábado le llegó un encargo urgente de su jefe.
Un señor sin alma – con perdón – que decide que una madre trabajadora tiene que producir justo el domingo más santo del calendario.
Yo quería la mañana para mí.
Ella también.
Y claro, acabamos discutiendo.
Un Domingo Santo.
Dos adultos con ojeras, peleando no por egoísmo, sino por desesperación. Queríamos trabajar, pero también queríamos tiempo con los niños.
Juntos. Como familia.
Al final hicimos un pacto: yo trabajo por la mañana, ella por la tarde. Turnos.
Ella se fue con los peques al parque, a los columpios, luego a casa de la yaya a comer un buen puchero. Y por la tarde, me tocó a mí hacer cosas de padre: al bosque con el perro, tirar piedras, buscar bichos detrás de los árboles, y, cómo no, pegar palos contra todo lo que suene bien.
¿Me sentí mal padre por trabajar un Domingo Santo?
Sí.
Pero también sentí que, al menos, estábamos construyendo algo. Ahorros. Estabilidad. El sueño de comprar una casa para los cuatro.
Porque al final, aunque los dos trabajamos ese domingo, lo hicimos con turnos, sin pantallas, con los niños corriendo libres y sucios por el campo.
Mucho mejor que tenerlos frente a la tele.
Mucho mejor que no ganar ese dinero, también hay que admitirlo sin sentirse al.
Una especie de equilibrio.
Inestable, imperfecto.
Pero real.
Y por un momento, entre los gritos, los árboles y las piedras… un poco de claridad.